“¡Lázaro, ven
afuera!... tomo su lugar”.
En este mes de
noviembre, dedicado a la conmemoración de nuestros queridos difuntos,
meditamos, a partir del evangelio, el sentido de la vida eterna que es la vida
vivida en Dios. En el Evangelio de Juan leemos: “Lázaro ha muerto” dice Jesús a sus discípulos… “Vayamos
a verlo”… Marta… salió a su
encuentro y le dijo: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría
muerto…”… “Tu hermano resucitará… Yo soy la Resurrección y la Vida.”… “Jesús lloró.” Éste es el único versículo en todo el
evangelio que habla del llanto de Jesús. El llanto de Jesús, que rendiría mejor
la expresión “derramó lágrimas”, o sea “lloró amargamente”. Jesús por la muerte de su amigo derramó
lágrimas, “lloró amargamente”. Frente a la muerte, Jesús, siente una profunda
turbación (v. 33: conmovido y turbado). Nuestro mal
lo turba profundamente, más que si fuese suyo: lo trastornará a tal punto
de tomar el lugar de Lázaro. De morir por cada uno de nosotros. Se deja “conmover,
sacudir en su ser” por el dolor de las hermanas de Lázaro… y gritó fuerte:
“¡Lázaro, ven afuera!”. Dios llora y grita. Un Jesús muy humano, un hombre como
nosotros, que llora frente a la muerte de su amigo. Y junto a Dios, por
nosotros, grita fuertemente para vencer el último enemigo, la muerte. Lázaro
puede “salir” porque Cristo está entrando en la tumba: “entonces los sumos
sacerdotes y los fariseos… decidieron matarlo”[1]. Un antiguo dicho según la
mentalidad del pecado y de la muerte, decía: muerte tuya, vida mía. En esta
situación se invierte: muerte mía, vida tuya.
Desde aquel día,
del 14 de nisa del año 30 d.C. no podemos decir más, cuando estemos cerca de la
hora de la muerte: “Señor, si hubieras estado aquí”. Porque el Señor Jesús está
siempre aquí: no tiene que venir, porque nunca se ha ido y nunca nos va a
dejar, porque él ha prometido que estará con nosotros todos los días. Nunca ha
dejado de amarnos, está llorando con nosotros. Ha comenzado a resucitar.
El padre Kolbe,
como todos, le tiene miedo a la muerte, pero se entrega con fe y abandono.
Vence la muerte donando su vida. Escuchando el llanto de un condenado a muerte,
se turba profundamente, que le pide al comandante del campo: “tomo su lugar”.
“muerte mía, vida tuya” no es el desprecio del mundo, ni el desprecio del
cuerpo. Es una donación de sí que contrarresta a la locura de los nazis.
Contrarresta el mal del mundo. Lo asume sobre
sí, destruyéndolo en el fuego del amor. Juan Pablo II, en su primer viaje a
Polonia, dirá en Auschwitz[2]: Maximiliano Kolbe alcanzó una victoria similar
a la de Cristo mismo, a través de la fe y el amor... Obtuvo la más ardua
victoria, la del amor capaz de perdonar y de olvidar”. Lo proclamó “ministro de
la vida” en Niepokalanów[3], y “ministro de la muerte” en Auschwitz. San
Maximiliano es ministro de la existencia porque cree que “la muerte no se
improvisa. Se merece con toda la vida”. El domingo 16 de febrero, el día antes de su
arresto, padre Maximiliano les dictó una meditación a sus frailes. Entre los
puntos trató, el amor al prójimo y el perdón recíproco. “... Gracias al amor por
la Inmaculada, soy capaz de perdonar siempre y completamente. Cuando el amor por
la Inmaculada termina, desaparece también nuestro amor recíproco. La Inmaculada
quiere que conservemos la armonía del amor. Queridos hijos, si en esta tierra
vivimos en el amor, estamos ya pregustando el cielo. Todo pasará, pero el amor
permanece para siempre. Con el amor entraremos en la vida eterna, y en el
cielo, en la presencia de la Inmaculada, el amor será purificado y llevado al
grado más alto. Al día siguiente, lunes 17 de febrero, dejando el convento de
Niepokalanów para ser deportado, les hace una sola recomendación a sus frailes:
“en cualquier lugar donde vayan no olviden el amor”. El amor es el respiro de
su vida. Ha comprendido lo esencial: el amor es más fuerte de la muerte[4]. Con esta visión de vida podemos cantar:
“aquella paz y felicidad que nos llenará en el momento de la muerte el
pensamiento de que habremos trabajado y sufrido mucho por la Inmaculada.”[5]
¡Qué gracia poder
decir también nosotros, sobre nuestro lecho de muerte, estas mismas palabras y
lo que el padre Kolbe le confió a Rodolfo Diem, médico de Auschwitz: “He pedido
de poder amar a todos sin límites, he consagrado mi vida para hacer el bien a
todos los hombres”.
¡Qué la vida de cada
uno de nosotros sea un himno al amor! ¿Y la muerte? Un abrazo con el Rostro
siempre buscado, siempre deseado y por fin encontrado.
Angela Esposito
por la comunidad