La segunda obra de misericordia corporal:
“Dar de beber al sediento”
Padre Kolbe,
hombre-cántaro
“Tuve sed, y me
dieron de beber” (Mt 25, 35)
Cada minuto en
el mundo mueren cuatro niños por falta de agua. Más de mil millones de personas
no tienen acceso al agua potable y más del doble no tienen agua corriente. La previsión
del vicepresidente del Banco mundial Ismael Serangeldin, el cual en 1995 afirmó
que “las guerras del próximo siglo se librarán por el agua, es ya una realidad
si se piensa, que en diversos conflictos en curso, el problema del acceso a los
recursos hídricos y su control está muy presente. El agua se ha convertido en
el oro azul.
En la encíclica
Laudato si, el Papa Francisco trata el tema del agua: “el acceso al agua
potable y segura es un derecho humano básico, fundamental y universal, porque
determina la sobrevivencia de las personas, y por lo tanto es condición para el
ejercicio de los demás derechos humanos. Este mundo tiene una grave deuda
social con los pobres que no tienen acceso al agua potable, porque eso es
negarles el derecho a la vida radicado en su dignidad inalienable.”(n° 30)
Un día Jesús
dijo a los apóstoles: “Denles ustedes mismos de comer”. Es un mandato que
repite hoy a todos nosotros: “Les aseguro que cualquiera que dé de beber,
aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi
discípulo, no quedará sin recompensa» (Mt 10,42).
Cada tipo de
sed conduce al pozo de Siquém porque, en el fondo, tenemos sed de Dios. “Como
la cierva sedienta busca las corrientes de agua, así mi alma suspira por ti, mi
Dios” (Sal 42). El agua no es algo de lo que se pueda prescindir, no es un
lujo. El agua es una necesidad vital. Mucho más lo es Dios, mi agua, mi vida: como
Jesús, en el pozo de Siquém, el Padre Kolbe se sienta al lado de cada hombre y
mujer, se hace compañero de camino de cada uno para saciar la sed más profunda.
El padre
Maximiliano dio de beber a los sedientos. Apagó la sed de darle un sentido, un significado a sus vidas. Dio una mano en los
momentos de tristeza, de oscuridad, de desesperación. Ayudó también a aceptar
el sufrimiento y las derrotas, y poco a poco, a comprender su sentido. Ya
estando cerca su arresto les infunde a sus hermanos la calma y la paz
necesarias para afrontar el tiempo de la persecución nazi.
En Auschwitz, a
un compañero de prisión que le dice de odiar a los alemanes, el padre Kolbe
responde: “No permitamos a nuestros torturadores de volvernos como ellos, el
odio no es una fuerza creadora, solo el amor crea”. Sus palabras fueron como un
bálsamo, como rocío: que curan los corazones rotos por el odio y derriban los
muros de la división.
Cuando los
grupos de detenidos podían reunirse alrededor de él sin llamar la atención de
los guardias, él les hablaba de Dios, de la fe, del valor sublime de la vida
cristiana, y esas personas tan probadas y con la muerte en el corazón, parecían
revivir. “Invadido por el optimismo franciscano, padre Kolbe se propuso de devolverles
la confianza en sí mismos, de ayudarlos a encontrar la bondad más profunda de
la vida, señalando como modelo la Inmaculada, que encarna la belleza, la frescura
y a pasión por la vida”.
Al final del
mes de julio, un prisionero de su mismo bloque se escapó. Por uno que se escapaba,
diez debían morir en su lugar en el bunker del hambre. Cada uno deseaba no ser
elegido. El padre Kolbe no fue elegido, ofreció su vida por un desconocido y
para dar de beber a los otros nueve condenados, sedientos de verdad, de afectos,
de paz.
Un grupo de
diez, con padre Maximiliano “a la cabeza”, se encaminan para ir al sótano del
bloque 11. A los prisioneros no les dan de comer ni de beber. Ellos morían principalmente
de sed. En el infierno de deshumanización de Auschwitz no podía faltar la
tortura de la sed, del no dar de beber, que conduce a una muerte terrible. De
los primeros signos de deshidratación, -mareos, la piel se reseca, aparece a
fiebre, el sentido de desorientación-, se llega a la hinchazón de la lengua, a
no poder caminar y a arrastrarse por falta de fuerzas, a agrietarse la piel, el
hígado y los riñones no funcionan, se pierde la capacidad de controlar el ritmo
de la respiración y los latidos del corazón.
Si el hambre es
terrible, la sed es mayor aún.
Maximiliano, el
mártir de la caridad, se convirtió en cántaro para dar de beber a los otros. Llenó
los cántaros vacíos de la vida. Vida carente de sentido. Cántaro vacío de amor
y de alegría. Saber responder a esta sed profunda es el arte de amar.
Feliz el que se
abre los horizontes de la verdad, de la paz de la que todos tenemos una sed
inextinguible.
Angela Esposito - MIPK