Padre Kolbe “madre”
“Cuando yo sea levantado en alto sobre la tierra, atraeré a todos hacia
mí.” (Jn 12,32)
“De su plenitud, todos nosotros
hemos participado y hemos recibido gracia sobre gracia.” (Jn 1,16)
Y así sucede por
cada vida que se dona. El padre Kolbe,
totalmente entregado a la “Llena de Gracia”, a Aquella que ha sido transformada
por la ternura de Dios, transforma en humano
el deshumanizado campo de concentración de Auschwitz
hasta donar su propia vida.
De la muerte del
padre Kolbe, crucificado por amor, muchos han recibido luz y fuerza
contemplando su testimonio de vida. “Yo creo, dirá un día uno de sus primeros
compañeros de Niepokalanów, que nunca un padre o una madre hayan amado a sus
hijos con tal afecto y ternura como el padre Maximiliano los ha amado.”
Deportado a Auschwitz,
donde llegó el 28 de mayo de 1941, su única preocupación era no dejar escapar
las ocasiones de brindar caridad hacia los otros. A todos les ofrece una mano
llena de amor, por todos reza, sufre y a todos les desea el bien, la felicidad ya que es Dios quien lo quiere[1].
Maximiliano es enviado a
los trabajos forzados, cae extenuado en la tierra y a quién lo socorre, despotricando contra el guardia jefe Krott, él
le dice suavemente: “¡No lo hagas! El odio no es fuerza creadora. Es sólo
impotencia, ¡impotencia de amar!”
Se lo ve empujar
carretillas llenas de piedras: una patrulla lo encontró un día bajo un cúmulo
de hojas, donde sus guardias lo habían arrojado después de haberlo golpeado
hasta sangrar. Fue transportado a la enfermería, un joven enfermo le sacó con
violencia un vaso de leche que el médico le estaba ofreciendo al padre Kolbe
que se encontraba indefenso y con fiebre. El joven ladrón miró a Maximiliano y
le dijo al médico desorientado por lo que había ocurrido y dijo: “yo no creo en
Dios, pero él sí”.
En la enfermería le asignan
el último lugar que quedaba libre, en medio de la corriente de aire de la
puerta de ingreso. Lo valorizó mucho pues esto le permitía acoger a los
enfermos con una cálida palabra y le permitía rezar cuando llevaban a las
personas que fallecían.
Junto a un compañero de
detención le dieron el compromiso de transportar los cadáveres. El pobre
temblaba cuando los llevaba al horno crematorio y el número 16670 rezaba y los bendecía
en medio del humo del horno.
Durante la noche con la
complicidad de las tinieblas, algunos prisioneros iban a ver a Maximiliano para
ser confortados. Un testigo cuenta: “Cuando
al cabo de mi tarea diaria me acercaba a Él me apretaba a su pecho como una
madre a su hijo… Yo me sentía especialmente confortado con sus insistencias:
“Toma la mano de Cristo en una mano y la de María en la otra. Entonces, aun
estando en tinieblas, podrás ir adelante con la confianza de un niño guiado por
sus padres. Tengo una enorme deuda con su corazón maternal”.[2]
“A menudo era golpeado por los
guardias y los jefes. Comencé a pensar de tirarme sobre el alambre de púa con
corriente y terminar con mi vida allí… el padre Kolbe lo supo. Me habló y me devolvió la serenidad. Sabía infundir en mí y
en los demás, coraje... yo lo llamo el apóstol de Auschwitz”. Cuando los grupos de detenidos podían reunirse en torno a él, sin suscitar
la sospecha de los guardias, él les hablaba de Dios, de la fe, de los valores
sublimes de la vida cristiana y aquellos
hombres, tan probados y con la muerte en el corazón, parecían revivir.
“A los 13 años me encontraba en el infierno de Auschwitz. Solo, con mis padres asesinados. Mientras caminaba, buscando
alguien con quien compartir mi dolor, el padre Kolbe me encontró y me habló.
Para mí fue como un ángel y, como una madre, me tomó entre sus brazos. Secaba
siempre mis lágrimas y mi vida volvió a florecer.”
Foto tratta da I Labirinti di Marian Kołodziej
Cuando se dona por un
prisionero se entrega por todos, acompañándolos hacia el bunker: fray Ladislao
comenta su actuar cuando se dirige al lugar de la muerte: “Las diez víctimas pasaban por delante de mí y vi que el padre Kolbe se
tambaleaba bajo el peso de uno de los condenados. Él lo sostenía a este hombre
que no era capaz de caminar con sus propias fuerzas.”
El padre Kolbe,
como una madre da, no pide nada. No pretende, ofrece. No exige nada y dona
todo. Después de haber regalado el pequeño trozo de pan, se dona a sí mismo. Se
da a sí mismo para transformar los hombres de Auschwitz de
bestias en hermanos. Es esta ternura de amor que cambia la vida para siempre. El
padre Kolbe es luz para quien se acerca, porque cree que el bien es posible
también en situaciones que parecen negarlo. “Su
muerte significó la salvación de miles… y mientras vivamos, nosotros, los que
estuvimos en Auschwitz, inclinaremos nuestras cabezas en memoria de ella…
Fuimos impactados por ese acto, que se convirtió para nosotros en una poderosa explosión
de luz en la oscura noche del campo.”[3]
A San Maximiliano se
pueden aplicar muy bien las palabras de una de las más grandes poetisas italianas,
Alda Merini, que así escribe: “Sus ojos
nacidos para la caridad, exentos de cualquier cansancio, no se cerraban nunca,
ni de día ni de noche, porque no querían perder de vista a su Dios”.
Angela Esposito
Harmęże - Polonia