martes, 12 de julio de 2016

"LA CELDA DEL AMOR, SIEMPRE ABIERTA" - 14 DE JULIO 2016

La séptima obra de misericordia corporal: enterrar a los muertos

Padre Kolbe: un hombre que se dona


  Es la última obra de misericordia corporal, aunque no esté presente en la lista de Mt 25. Ya el Antiguo Testamento certifica el cuidado por los muertos y su sepultura. (cfr. Gen 25,9 para la sepultura de Abraham; Sir 38, 16; Sal 79, 2-3).
  Es ejemplar el comportamiento de Tobit, padre de Tobías, que durante el exilio en Babilonia, poniendo en riesgo su misma vida, daba sepultura a los cuerpos de sus correligionarios ejecutados y abandonados en las plazas (Tb 1, 16-20; 12, 12s.).

  La sepultura de Jesús hace parte del kerygma (anuncio) de la Iglesia primitiva. Pablo, en 1 Cor 15, 20, afirma: “Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos”. Esta expresión da a entender que Jesús es la primicia de los muertos que han resucitado. El término primicia instaura una similitud con la realidad agrícola que tiene el objetivo de traducir el concepto expresado en una imagen bien precisa y más fácil de comprender: como las primicias indican que también el resto de los frutos está próximo a madurar, así la resurrección de Jesús inaugura la obra salvífica que se cumple en la vida de cada uno de nosotros. La imagen de la primicia, además, sobre entiende una unión con la naturaleza: las primicias y el resto de los frutos son de la misma especie, y esto significa que la resurrección de Cristo es el modelo de la nuestra.

  Somos testigos de que para algunas personas fue posible pasar de la muerte a la vida, de la profundidad infernal a una existencia plena, gracias al encuentro con el Señor Jesús. En cada tiempo y en cada lugar hay personas a través de las cuales Dios obra resurrección para quien está perdido y para quién no tiene más vida. San Maximiliano Kolbe es una de ellas.

«Yo había conocido a Kolbe poco tiempo antes. Lo había encontrado, de hecho, en 1938, en un congreso de editores de periódicos […] Nuestro segundo encuentro se produjo en circunstancias muy diferentes. Sucedió en Auschwitz, alrededor de fines de junio o comienzos de julio de 1941. Fue cuando pasaron lista por la tarde […]. Los SS entonces nos arrearon a todos hacia el bloque del hospital, donde nos ordenaron llevar cadáveres al crematorio […].
Yo no era joven –hasta combatí en la Primera Guerra Mundial–, pero nunca había tocado un cadáver. Ahora tenía el primero delante de mí. Un joven, completamente desnudo, con el vientre desgarrado, las piernas sangrientas, mientras que sus manos retorcidas y su rostro hablaban claramente de su sufrimiento agónico. Yo no pude avanzar ni un paso más hacia él. El guardia comenzó a gritar hacia mí, pero en ese momento una voz calma dijo: «Levantémoslo, hermano». Apenas cruzamos el umbral del crematorio, oí su voz baja y clara decir: «Descansen en paz». Un momento después susurró: «Y el Verbo se hizo carne».
Solo entonces me di cuenta de que mi compañero era el franciscano de Niepokalanów, el Padre Kolbe.»[1]

Otro amigo de Kolbe era un sastre de 36 años, Alejandro Dziuba, que estuvo en Auschwitz desde septiembre de 1940. Recuerda: «Padre Kolbe, durante nuestras horas libres –es decir, después del trabajo diario y los domingos por la tarde– solía reunir en torno a sí a hombres confiables, no siempre a los mismos, y nos hablaba sobre temas espirituales. Confortaba nuestras almas y nos hacía más seguros para enfrentar nuestro miedo a la muerte. Recuerdo que decía: «Yo no le temo a la muerte; temo al pecado». Nos señaló a Cristo como el único apoyo seguro y la ayuda con la que podíamos contar».[2]

  En los campos de exterminio nazis todo terminaba en una espesa nube de ceniza suspendida en el aire. No obstante, la fe y el amor supieron sugerir gestos de una belleza inaudita, como aquel más extraordinario: el don completo de sí.
Dar un paso adelante…, Padre Maximiliano, pide de morir en lugar de un padre de familia. El pedido es inexplicablemente escuchado. Esta vez el no dona un pedazo de pan, sino toda su vida para salvar otra.

  Padre Maximiliano creyó firmemente que “solo el amor crea” y que “en el anochecer de la vida, seremos juzgados sobre el amor” (San Juan de la Cruz). El remordimiento más grande, en la hora extrema, es la conciencia de no haber amado, remordimiento que no habita cietamente en la vida de Sally Trench, autora del famoso libro “Seppllitemi con i miei stivali” (“Entierrenme con mis botas”).[3]

  Jovencita, una gran esperanza del tenis, tira la raqueta, abandona a familia y las seguridades económicas para vivir en la calle, entre los vagabundos y desesperados de la metrópolis, con ellos en sus refugios, en las estaciones, entre las ruinas de una casa y de una vida. Quiere ver, entender, dar una mano. “Amor, compasión y perdono son tres grandes pilares de la vida”, dice Sally: «Mi Dios es un Dios de amor».

  Para superar la angustia y el miedo de la muerte no hay otro camino que la comunión, aquel amor que el Cantar de los Cantares define como “fuerte como la muerte” (Cfr. Ct 8,6).

  “Lo que hicimos solo para nosotros mismos muere con nosotros. Lo que hicimos por lo demás y por el mundo queda y es inmortal”. – Harvey B. Mackay (* 1932).



Angela Esposito MIPK


[1] Maximiliano Kolbe, un hombre para los demás, Patricia Treece, Ed. De la Inmaculada.
[2] Idem.
[3] Un libro que en el 1966 vende casi 2 millones de copias y fue traducido en 26 idiomas. 

www.kolbemission.org

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