La sexta obra de misericordia corporal:
“Visitar a los presos”
Padre Kolbe: hombre que se hace cercano a los prisioneros
“Estuve preso, y me vinieron a ver" (Mt 25,36). Esta obra consiste en la misericordia dirigida hacia los últimos
de la sociedad: los extranjeros detenidos, que se encuentran totalmente solos,
lejos de la propia tierra y de sus seres queridos; los jóvenes drogadictos, que
viven su calvario al límite de la desesperación; en general de todos aquellos
que viven una soledad amarga.
Las palabras de Jesús presentan al encarcelado como una persona
necesitada de cuidado de cercanía, de
amistad. Jesús se hizo compañero de los
pecadores y de personas deshonestas. El no vacila en, asumir la condición
de prisionero, condenado a muerte y crucificado, en aparecer culpable
suscitando repugnancia y disgusto en aquellos que lo ven y proyectan sobre él
el mal de que es acusado.
El Nuevo Testamento recuerda las encarcelaciones que sufrieron los apóstoles,
Pedro y Pablo en particular. La comunidad se hace cercana a Pedro, incluso en
la cárcel, intercediendo por él: “Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la
Iglesia no cesaba de orar a Dios por él”. (Hech 12, 5)
Pablo, en
su canto, expresa gratitud por la cercanía concreta brindada por los cristianos
de Filipos durante su detención, y manifestada a él con el envío de ayuda por
medio de Epafrodito[1].
El autor de la carta de los Hebreos escribe así: “Acuérdense de los que están presos,
como si ustedes lo estuvieran con ellos” (Heb 13,3). Este recuerdo pone al prisionero en el corazón de la
comunidad cristiana y hace que sus hermanos cuiden de él.
La pérdida de la libertad, la soledad, el aislamiento, la prospectiva de
estar en la cárcel mucho tiempo muchas veces induce a embrutecerse, a perder el
interés por la vida hasta intentar el suicidio. Atrapado entre la desesperación
y la rebelión, el prisionero tiene necesidad de una persona que lo escuche y le
hable, que le haga saber, con su presencia y acogida, que él es más grande de
los actos que cometió y que no es reducible a ellos.
Muchos
recordarán la visita que el Papa Juan XXIII hizo a la cárcel de Reina del
Cielo. Mientras se dirigía hacia la salida de la prisión, el Papa vio un hombre
apartarse del grupo de los reclusos que se encontraban en torno al altar. Él se
arrodilló a sus pies y dirigiendo sus
ojos rojos de tanto llorar hacia él, le preguntó: “¿las palabras de esperanza
que usted ha pronunciado también valen para mí que soy un gran pecador?”
Roncalli no contestó. Se inclinó sobre el hombre, lo ayudó a levantarse, lo
abrazó y por largo tiempo lo tuvo estrecho a sí. “Y llegado a este punto”,
escribe el Mensajero de Roma, el 27 de diciembre de 1958, “que la manifestación
hizo temblar los muros de Reina del Cielo”.
“Dios los
ama siempre, no tienen importancia los errores que han cometido”. Escribe Papa
Francisco a los detenidos de la Casa circondariale de Velletri.
Hoy, (a) esta obra de misericordia, debería ir junto a otra, ayudar a los prisioneros a reinsertarse en
la sociedad, es decir a encontrar un trabajo honesto, que les permita
construir un futuro digno. Caso contrario se riesga perder recursos y energías,
y poco tiempo después, volver a la cárcel con las mismas personas, en
condiciones peores.
“No basta castigar al malvado sacándole la
libertad de hacer el mal. Es necesario enseñarle a hacer el bien” (Juliette Colbert)
De esto, se hace eco padre Maximiliano Kolbe, patrono
también de los encarcelados, porque el mismo, durante la invasión alemana de
Polonia, fue prisionero en la cárcel
de Lamsdorf, después de Amitiz y Ostrzeszow,
luego en Pawiak y, deportado finamente a
Auschwitz. También en este campo de horror repetía continuamente: “Solo el amor crea, el odio no es una
fuerza creadora”.
Los
testimonios coinciden: Parecía tener dentro un imán espiritual con el cual
atraía a todos. Insistía en el decir que Dios es bueno y misericordioso. Habría
querido convertir todo el campo nazi. Y no solo rezaba por ellos, sino que nos exhortaba
a rezar para la conversión de estos. (Enrique Sienkiewicz).
“Sabía reencender la esperanza de resistir, porque había entendido que
también en la cárcel el mal se combate con el bien. Alejandro Dziuba, uno de
los deportados sobrevivientes: “A él le debo el hecho de estar todavía vivo, de
haber resistido y de haber vivido para ser liberado. Estaba al borde de la
desesperación. El jefe Nazi en esos días
no hacía más que golpearme en el trabajo. Decidí terminar con mi vida, Padre
Kolbe, cuando lo supo, me vino a buscar, me devolvió la calma y logró
convencerme de no pensar más en el suicidio. Yo lo llamo el apóstol de
Auschwitz porque transcurría cada momento libre ayudándonos con oraciones y diálogos,
recogiendo el mayor número de personas posible a su alrededor y la paz volvía a
nuestros corazones”.
“No se abatan moralmente, nos exhortaba, asegurándonos la victoria del bien sobre el mal, porque la justicia definitiva no es de los
hombres, sino solo del Dios de misericordia” “Escuchándolo me olvidaba por un
momento del hambre y el deterioro a lo que éramos sometidos. Nos hacía ver que
nuestras almas no habían muerto, que nuestra dignidad de católicos y de polacos
no estaba destruida. Confortados en el espíritu, volvíamos a nuestros bloques
repitiendo sus palabras” (Miecislao Koscielniak).
Cuando un joven
detenido afirmó de odiar a los alemanes porque le habían matado a sus padres y
hermanos, el padre Kolbe respondió: “Enriqueto, no permitamos a nuestros torturadores
de que nos hagamos con ellos, el odio no es fuerza creativa, sólo el amor
crea”. Su presencia luminosa logró poco a poco suscitar, en nuestros corazones
endurecidos y sedientos de venganza, sentimientos de misericordia y bondad, según
el ejemplo de Cristo que perdona sobre la cruz a sus torturadores y vence el
mal y la muerte con el amor.
De aquí la tarea,
para todos nosotros, de extirpar las raíces de resentimiento y revancha que
envenenan las relaciones humanas y promover, en cambio, el diálogo y la
reconciliación a nivel familiar, social, eclesial y ecuménico y ser así
levadura evangélica que produce obras de misericordia.
Angela Esposito MIPK